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SOBRE EL LIBRO

Catorce cuentos que se desarrollan en un universo que resulta familiar: situaciones, escenarios y personajes propios de la cotidianidad urbana. Sin embargo, hay algo que rompe el código compartido, algo que de a poco va alienando el aire de las historias. Francisca Mauas parte de lo conocido para esculpirlo a su antojo, creando ángulos peliagudos, aristas disonantes, superficies rugosas. Hasta que lo familiar de aquel universo termina mostrando sus rajaduras.


Autora: Francisa Mauas

Género: cuentos

Serie: Cuarto creciente

Páginas: 86



UN CUENTO DE FANTASMAS EN LOS OJOS


Demasiadas cosas rotas


Primero es el lavarropas. Agua con espuma llega hasta la cocina y tengo que detener el lavado, secar el piso, sacar la ropa mojada del aparato y fijarme si puedo entender el problema, pero no, qué voy a saber yo de lavarropas. Amor, se rompió el lavarropas, le digo a Antonio. Bueno, me dice él, después lo voy a mirar. Lo encuentro cansado a Antonio, sin ganas de nada, en fin. La cosa es que llamo a un técnico, y promete pasar apenas pueda. Este lavarropas no tiene más de cinco años, es injusto que empiece a fallar. Lo compramos cuando Carolina se mudó sola, le regalamos el que teníamos y nos compramos este. Tendríamos que haber hecho al revés, comprarle uno nuevo a nuestra hija y quedarnos con el viejo. Estuvimos mal, y ahora lo pagamos caro. El lavarropas viejo sigue andando perfecto y el nuevo empieza a fallar. Crimen y castigo, así es la cosa. En nuestra vida de casados hubo otros lavarropas, y de todos ellos el que más se recuerda es el primero, que en esa época no era automático ni mucho menos, pero era lindo y de buena calidad. Lo compramos con mucho esfuerzo, peso a peso, y lo bautizamos Ivanov, como el personaje de Chejov, porque con Antonio nos conocimos en un escenario, en una obra. Teníamos menos de veinte años y sólo queríamos actuar. Y lo hicimos, lo hicimos hasta que nos cansamos, con Carolina ya casi de diez años. No sé, supongo que nos aburrimos, o elegimos ganar más plata. Quiero darle lo mejor a Caro, decía Antonio, y de a poco abandonó lo que más le gustaba. No lo culpo, yo también le entregué mi juventud a nuestra hija y a nuestra casa. Pero por no olvidarnos del teatro y por diversión, a los electrodomésticos siempre les ponemos nombres de personajes teatrales. Después de Ivanov vino el lavarropas Yago, en honor a Shakespeare, y fue el que Caro se llevó. El nuevo, ahora roto, se llama Garufa, en honor a Carlos Gorostiza.

A los cinco días llega la tragedia del televisor, que se llama Tartufo en honor a Moliere. Antonio trata de mil maneras pero enciende y no enciende. Quemado, dicen en el local de reparaciones, no sirve más. Como tenemos otro en el comedor, decidimos no hacernos mala sangre, pero en los ojos de Antonio puedo ver la falta, como si le hubieran quitado el alma. Ver tele en la habitación es parte de su rutina antes de dormir, y a veces también durante la siesta, para quedarse dormido. Le digo que llevemos la tele del comedor al cuarto, o que compremos otra, pero no quiere. Lo miro como cuando éramos jóvenes. Todavía me gustan sus manos fuertes, su forma de caminar un poco soberbia, su sonrisa que de tan poco frecuente resulta especial. Siempre fue un tipo serio pero que a todo el mundo agradaba, de esas personas que al principio odiás y después te enamoran. Recuerdo, hace no mucho, cuando por primera vez noté que ya no era joven. Y si él no lo era, tampoco yo. Fue una revelación y me reí. Nunca se lo dije.

Pasan tres días y se rompe Bernarda, la tostadora. Me parte el corazón, mucho más que a Antonio, porque si algo disfruto es la manteca que se derrite sobre el pan un poco quemado y calentito. Ya sé que podemos comprar otra, pero uno se encariña con las cosas. ¿Será porque fue un regalo? Debe ser por eso, porque fue un regalo de la hermana de Antonio en un aniversario, cuando todavía teníamos ganas de festejar la vida, de ver gente, qué sé yo, a veces pasa que las parejas con el tiempo se van volviendo solitarias. Tostadoras habremos tenido cinco. ¿O menos? ¿Cuántas veces se compra cada aparato? ¿Cuántas computadoras, equipos de música, aspiradoras, planchas, termotanques, ventiladores, microondas compra uno a lo largo de su vida? Hay cosas que al final nos acompañan casi más que nuestros hijos. Por ejemplo Antígona, la heladera, tiene veintitrés años y nuestra hija se fue de casa a los veinte. Dios mío, digo sin querer en voz alta, y Antonio, que lee el diario, me pregunta qué pasa. Nada, le digo, porque últimamente hablamos poco, y cuando digo últimamente me refiero a los últimos diez años, pero nunca le di importancia porque las parejas pueden comunicarse sin necesidad de hablar, conocerse en silencio, entenderse con gestos y miradas. Y después de eso la línea de mis pensamientos me lleva derecho a abrir Antígona y descubro con horror que no enfría. Toco la leche, el queso, la manteca: todo en estado natural, podrido quizás, pero decido no decirle a Antonio porque lo veo muy abatido. Mejor pedimos pizza, y mañana cuando él salga llamo a un técnico. Que ni se entere, o que se entere cuando ya lo haya solucionado.

Comemos pizza mientras miramos el noticiero de la noche. No me importan los dramas del país porque sólo pienso en qué es lo que pasa con las cosas en esta casa. Es cierto eso de que son rachas, malas energías, que quizás habría que hacer una limpieza espiritual del hogar o de nosotros mismos, pero esto es demasiado. Demasiadas cosas rotas en muy poco tiempo. Percibo el manto de desgracia sobre nuestras cabezas y me siento desdichada, con ganas de llorar. Me sirvo una copa de vino y le sirvo a Antonio, que apenas me sonríe. En sus ojos veo ventanas a algo infinito, que supongo se repite como un espejo también en mis ojos. Me ofrece pelar unos duraznos y que los comamos en la cama mientras escuchamos la radio. Le digo que sí y nos recostamos a comer, pero sin radio porque la radio no enciende. Ya no me extraña, y a Antonio tampoco. Come pedazos de durazno cortados prolijamente hasta que termina, deja el plato en la mesa de luz y cierra los ojos. Me acerco a él despacio, sólo para ver cómo la máquina de su cuerpo se apaga ante mí.



SOBRE LA AUTORA

Francisca Mauas nació en la ciudad de Buenos Aires en 1980. Experimentó la actuación, la dirección, y la escritura de teatro, poesía y narrativa. Sus últimas publicaciones fueron En París son las once (cuentos, 2020) con Azul Francia Editorial, y Una sombra entre nosotros (narrativa en verso, 2018) y Gato negro (poesía, 2019) con Halley Ediciones. Trabajó como productora radial en La venganza será terrible y desde 2018 dirige el sello editor Azul Francia.


Instagram: francisca.mauas

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SOBRE EL LIBRO

Catorce cuentos que se desarrollan en un universo que resulta familiar: situaciones, escenarios y personajes propios de la cotidianidad urbana. Sin embargo, hay algo que rompe el código compartido, algo que de a poco va alienando el aire de las historias. Francisca Mauas parte de lo conocido para esculpirlo a su antojo, creando ángulos peliagudos, aristas disonantes, superficies rugosas. Hasta que lo familiar de aquel universo termina mostrando sus rajaduras.


Autora: Francisa Mauas

Género: cuentos

Serie: Cuarto creciente

Páginas: 86



UN CUENTO DE FANTASMAS EN LOS OJOS


Demasiadas cosas rotas


Primero es el lavarropas. Agua con espuma llega hasta la cocina y tengo que detener el lavado, secar el piso, sacar la ropa mojada del aparato y fijarme si puedo entender el problema, pero no, qué voy a saber yo de lavarropas. Amor, se rompió el lavarropas, le digo a Antonio. Bueno, me dice él, después lo voy a mirar. Lo encuentro cansado a Antonio, sin ganas de nada, en fin. La cosa es que llamo a un técnico, y promete pasar apenas pueda. Este lavarropas no tiene más de cinco años, es injusto que empiece a fallar. Lo compramos cuando Carolina se mudó sola, le regalamos el que teníamos y nos compramos este. Tendríamos que haber hecho al revés, comprarle uno nuevo a nuestra hija y quedarnos con el viejo. Estuvimos mal, y ahora lo pagamos caro. El lavarropas viejo sigue andando perfecto y el nuevo empieza a fallar. Crimen y castigo, así es la cosa. En nuestra vida de casados hubo otros lavarropas, y de todos ellos el que más se recuerda es el primero, que en esa época no era automático ni mucho menos, pero era lindo y de buena calidad. Lo compramos con mucho esfuerzo, peso a peso, y lo bautizamos Ivanov, como el personaje de Chejov, porque con Antonio nos conocimos en un escenario, en una obra. Teníamos menos de veinte años y sólo queríamos actuar. Y lo hicimos, lo hicimos hasta que nos cansamos, con Carolina ya casi de diez años. No sé, supongo que nos aburrimos, o elegimos ganar más plata. Quiero darle lo mejor a Caro, decía Antonio, y de a poco abandonó lo que más le gustaba. No lo culpo, yo también le entregué mi juventud a nuestra hija y a nuestra casa. Pero por no olvidarnos del teatro y por diversión, a los electrodomésticos siempre les ponemos nombres de personajes teatrales. Después de Ivanov vino el lavarropas Yago, en honor a Shakespeare, y fue el que Caro se llevó. El nuevo, ahora roto, se llama Garufa, en honor a Carlos Gorostiza.

A los cinco días llega la tragedia del televisor, que se llama Tartufo en honor a Moliere. Antonio trata de mil maneras pero enciende y no enciende. Quemado, dicen en el local de reparaciones, no sirve más. Como tenemos otro en el comedor, decidimos no hacernos mala sangre, pero en los ojos de Antonio puedo ver la falta, como si le hubieran quitado el alma. Ver tele en la habitación es parte de su rutina antes de dormir, y a veces también durante la siesta, para quedarse dormido. Le digo que llevemos la tele del comedor al cuarto, o que compremos otra, pero no quiere. Lo miro como cuando éramos jóvenes. Todavía me gustan sus manos fuertes, su forma de caminar un poco soberbia, su sonrisa que de tan poco frecuente resulta especial. Siempre fue un tipo serio pero que a todo el mundo agradaba, de esas personas que al principio odiás y después te enamoran. Recuerdo, hace no mucho, cuando por primera vez noté que ya no era joven. Y si él no lo era, tampoco yo. Fue una revelación y me reí. Nunca se lo dije.

Pasan tres días y se rompe Bernarda, la tostadora. Me parte el corazón, mucho más que a Antonio, porque si algo disfruto es la manteca que se derrite sobre el pan un poco quemado y calentito. Ya sé que podemos comprar otra, pero uno se encariña con las cosas. ¿Será porque fue un regalo? Debe ser por eso, porque fue un regalo de la hermana de Antonio en un aniversario, cuando todavía teníamos ganas de festejar la vida, de ver gente, qué sé yo, a veces pasa que las parejas con el tiempo se van volviendo solitarias. Tostadoras habremos tenido cinco. ¿O menos? ¿Cuántas veces se compra cada aparato? ¿Cuántas computadoras, equipos de música, aspiradoras, planchas, termotanques, ventiladores, microondas compra uno a lo largo de su vida? Hay cosas que al final nos acompañan casi más que nuestros hijos. Por ejemplo Antígona, la heladera, tiene veintitrés años y nuestra hija se fue de casa a los veinte. Dios mío, digo sin querer en voz alta, y Antonio, que lee el diario, me pregunta qué pasa. Nada, le digo, porque últimamente hablamos poco, y cuando digo últimamente me refiero a los últimos diez años, pero nunca le di importancia porque las parejas pueden comunicarse sin necesidad de hablar, conocerse en silencio, entenderse con gestos y miradas. Y después de eso la línea de mis pensamientos me lleva derecho a abrir Antígona y descubro con horror que no enfría. Toco la leche, el queso, la manteca: todo en estado natural, podrido quizás, pero decido no decirle a Antonio porque lo veo muy abatido. Mejor pedimos pizza, y mañana cuando él salga llamo a un técnico. Que ni se entere, o que se entere cuando ya lo haya solucionado.

Comemos pizza mientras miramos el noticiero de la noche. No me importan los dramas del país porque sólo pienso en qué es lo que pasa con las cosas en esta casa. Es cierto eso de que son rachas, malas energías, que quizás habría que hacer una limpieza espiritual del hogar o de nosotros mismos, pero esto es demasiado. Demasiadas cosas rotas en muy poco tiempo. Percibo el manto de desgracia sobre nuestras cabezas y me siento desdichada, con ganas de llorar. Me sirvo una copa de vino y le sirvo a Antonio, que apenas me sonríe. En sus ojos veo ventanas a algo infinito, que supongo se repite como un espejo también en mis ojos. Me ofrece pelar unos duraznos y que los comamos en la cama mientras escuchamos la radio. Le digo que sí y nos recostamos a comer, pero sin radio porque la radio no enciende. Ya no me extraña, y a Antonio tampoco. Come pedazos de durazno cortados prolijamente hasta que termina, deja el plato en la mesa de luz y cierra los ojos. Me acerco a él despacio, sólo para ver cómo la máquina de su cuerpo se apaga ante mí.



SOBRE LA AUTORA

Francisca Mauas nació en la ciudad de Buenos Aires en 1980. Experimentó la actuación, la dirección, y la escritura de teatro, poesía y narrativa. Sus últimas publicaciones fueron En París son las once (cuentos, 2020) con Azul Francia Editorial, y Una sombra entre nosotros (narrativa en verso, 2018) y Gato negro (poesía, 2019) con Halley Ediciones. Trabajó como productora radial en La venganza será terrible y desde 2018 dirige el sello editor Azul Francia.


Instagram: francisca.mauas

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